Es asombroso cómo transforma nuestras conversaciones la crisis. Así es la infinita plasticidad de los seres humanos, que permite que nos adaptemos a los cambios incluso antes de darnos cuenta de que las cosas están cambiando.

Es desde luego un acto inconsciente. Sin embargo, un buen día reparamos en que hace meses que no hablamos de qué buena es una idea. Sea nuestra o ajena. Nos hacemos conscientes de que desapareció de nuestra conversación la belleza en la ejecución de una pieza. O de que ya no nos maravilla el inesperado giro narrativo, el deslumbrante desenlace de una acción.
No es sólo que objetivamente haya menos cosas que nos asombren, sino que nuestra atención está enfocada en otra dirección.

Nuestras conversaciones están dominadas, con mayor o menor claridad, por asuntos materiales. Por ser aún más concreto, por asuntos materiales que menguan. Dinero, cuentas, ingresos, contratos, empleos, metros cuadrados.
Hablamos de desgracias propias o, con algo de suerte, de desgracias ajenas. Temiendo que un día el cielo se desplome sobre nuestras cabezas.


Hablamos, en una palabra, del miedo. Aunque lo hacemos con tanta naturalidad y constancia que se diría que es el miedo quien habla por nosotros.


Y es entonces cuando un día, sin avisar, hablar de la belleza de una idea o admirar su acabado impecable se vuelve tan obsceno como comentar la luz de un caravaggio en un campo de refugiados. Ocurre en casa del cliente y ocurre en la agencia.
No es que el nivel de nuestras conversaciones haya descendido; es que hablamos de otra cosa.


Descorazonados, asustados, no nos dimos cuenta de que el perfeccionismo y la ingenuidad de crear caían heridos de muerte mientras nos retirábamos, desbordados por el fuego enemigo.


Ya está bien, quién se va a dar cuenta, qué más da, no lo entenderán… eso es también hablar del miedo. Del miedo a que pedir que el trabajo sea excelente suene a obscenidad vergonzante, a extravagancia de rico. Con la que está cayendo y tú distraído con si la idea está bien o no. Cómo le vamos a dedicar a esto un día más si no sabemos si mañana estaremos aquí sentados.


Lo más alarmante de todo es que hablar de estas cosas sea visto como propio de gente fantasiosa, que no ve la realidad, que no ve “la que está cayendo”.


Por supuesto, me rebelo contra esa idea.


Quizá los que no ven la realidad son los que han olvidado cuál es la razón de ser de nuestro negocio: asombrar. Y no se consigue el asombro sin perseguir lo inédito, la utopía de la creación de algo absolutamente nuevo, de algo perfecto.

Utopía


En estos días más que nunca vuelve a estar vigente aquella pintada que de tan vieja se diría pintura rupestre: sé realista, persigue la utopía.


Si consentimos que el miedo transforme nuestras conversaciones estamos aceptando ser transformados. Aceptar que nuestra conversación sólo puede ser mediocre nos convierte en mediocres.


Hablar hoy, precisamente hoy, de las cosas bien hechas, de lo inédito, de la sublimación, es el acto más subversivo y más necesario de todos. Porque eso será lo que nos sacará adelante.

Podrá sonar tan inapropiado como contar chistes verdes en un funeral. Pero es igualmente reparador y catártico.
Todo lo que se alcanza, todo lo que se avanza, todo lo que se logra ha de imaginarse primero. E imaginar es soñar.
Cuando la crisis sea historia, un día nos descubriremos a nosotros mismos hablando de la ilusión. Ese día llegará solo, como llegó solo el día que nos pusimos a hablar con miedo.


Quien tenga el valor de hacerlo hoy, será el primero en dejar el miedo atrás.


Ilustración: Jordi Carreras