En 1963, la compañía de seguros Guarantee Mutual, de Ohio, pasaba por graves dificultades económicas.

Sus accionistas decidieron que la única salida era vender su menguante empresa a un competidor más grande.

Así fue como la aseguradora State Mutual, de Massachusetts, absorbió los clientes y empleados de su pariente pobre de Ohio.

Duplicidades, restructuración, redundancias, reajustes, contrataciones negativas y la habitual creatividad eufemística socavaron el ánimo de las personas que allí trabajaban.

Para animarles, los directivos de la empresa recién fusionada tuvieron una idea. Lanzar una campaña de comunicación interna que levantara la moral de sus empleados.

Contrataron a una pequeña agencia local, Harvey Ball Advertising, fundada por un joven héroe de la guerra del Pacífico, condecorado por su valor en Okinawa.

Harvey Ball dedicó diez minutos a diseñar una esquemática cara amarilla con ojillos asimétricos y una curva como sonrisa. Había nacido Smiley.

Se produjeron cien chapas y se distribuyeron entre los atribulados empleados.

Harvey Ball cobró 45 dólares (por si Harvey no había demostrado suficiente coraje en Okinawa, fundar una agencia le garantizó una plaza en el olimpo de los valerosos).

Smiley fue muy bien recibido en State Mutual. Tanto, que sus empleados lo lucían incluso fuera del trabajo. Mucha gente común simpatizó con Smiley.

Tanto, que en 1971 se habían vendido ya 10 millones de sonrisas amarillas. Pero ni a Harvey ni a State Mutual se les ocurrió registrar a Smiley.

Muy pronto alguien se encargaría de corregir el descuido.

En 1972, Franklin Loufrani, un avispado publicitario francés, fue la primera persona que registró legalmente la propiedad intelectual de Smiley.

No fue el único. Diferentes versiones de una cara sonriente surgieron por doquier, y con ellas, docenas de pleitos legales.

El más sonado fue el que enfrentó a Loufrani con el gigante Wal-Mart, que también reclamaba a Smiley como propio. El pleito duró diez años. Los términos del acuerdo extrajudicial permanecen secretos.

Loufrani es el actual propietario de Smiley Company. En 2012, ingresó 167 millones de dólares vendiendo licencias para su uso.

Loufrani está convencido de que algo tan sencillo pudo haberlo diseñado cualquiera.

Ha defendido con vehemencia que existe una pintura rupestre en una cueva de Francia que, sin lugar a dudas, es el primer Smiley conocido.

Así es la lógica pragmática. Smiley llevaba décadas por todas partes. Smiley era de todos y no era de nadie. No había por qué pagar nada.

Además, Harvey ya había cobrado por ello. Nada menos que 45 dólares del ala.

Harvey no se arrepintió de no haber registrado a Smiley. Decía que sólo era capaz de conducir un coche a la vez y comer un solomillo cada vez.

En 1999 fundó la World Smile Corporation, una fundación sin ánimo de lucro cuyo objetivo era ayudar a los niños pobres. Pasó toda su vida siendo reconocido como el autor de Smiley, firmando autógrafos y asistiendo a programas de televisión.

Cuando en 1999 el servicio de Correos de los Estados Unidos creó un sello para conmemorar este icono universal, lo hizo en Worchester, el pueblo donde Harvey y Smiley habían nacido.

Nadie discutió su paternidad. Al contrario, el acto se celebró cerca de la casa de Harvey para subrayarla.

Harvey cobró 45 dólares. Otros se hicieron millonarios. Fin de la historia.

No hay moraleja. No hay parábola moral.

Habrá quien sienta más empatía hacia Harvey: un talentoso diseñador con más olfato para entender a las personas que para entender al dinero.

Habrá quien sin dudar envidie la astucia de Loufrani, que supo ver la oportunidad, creyó en ella, venció a Goliat-Wal- Mart y acabó rico.

Como mucho, con esta historia el lector podría decidir a quién de los dos admira más, y por tanto, qué valores le importan más.

Pero para un creativo, alguien que dedica su vida a comercializar su talento, todo esto se le antojará lejano y poco práctico.

Siempre habrá Harveys. Siempre habrá Loufranis.

Mi hijo Nicolás, de 11 años, quiere ser director de cine. Hay poco que pueda aconsejarle en ese campo.

Tan sólo le he dicho que procure tener tanto control como sea humanamente posible sobre la venta de su trabajo creativo.

Que arriesgue lo que tenga, ya sea tiempo, esfuerzo, pasión o dinero, en las ideas en las que realmente crea.

Que no deposite todo el futuro de sus ideas en manos de Loufrani.

Que no se contente con el romanticismo de Harvey, con los homenajes y los premios.

Que el premio más valioso es crear algo que la gente admire y disfrute.

Porque no son las ideas las que se pagan. Lo que se paga es el poder de capturar el corazón de la gente.

 

Ilustración: Jordi Carreras