La presunta filtración de datos de usuarios de Facebook a la consultora Cambridge Analytica con el objetivo de influir en el desenlace de las pasadas elecciones estadounidenses no es noticia por su rareza, sino por la inusitada toma de conciencia que ha despertado entre los usuarios de esta red social. Siempre ha sido una verdad tácita, un rumor incómodo ante el que hemos hecho oídos sordos aquellos que contamos con perfiles sociales: las redes nos espían desde que completamos el formulario de ingreso. Asumámoslo, en la era digital, la privacidad ha muerto.

La información que publicamos en nuestro muro, mensajes privados, contenidos ante los que reaccionamos, ubicaciones que compartimos; toda esta amalgama de datos conforma un sustrato muy rico para las empresas sobre el que desarrollar su 'business intelligence'. No obstante, casos como el de Facebook nos recuerdan que los gigantes de la red no sólo venden -o facilitan- parte de nuestra intimidad con fines comerciales, sino que también hay intereses políticos y geoestratégicos. En definitiva, detrás de este aprovechamiento se encuentran las élites que, como siempre han hecho, operan en favor de sus intereses privados. 

En principio, una vez aceptamos las condiciones de uso, los usuarios somos conscientes de que nuestros datos van a ser utilizados -y además bajo el paraguas de la legalidad-, pero también sería conveniente disponer de cláusulas que garanticen a los consumidores a dónde va a parar toda su información y en manos de quién va a ser manipulada. Con una cada vez más exhaustiva huella digital, es común que las redes sociales continúen utilizando nuestros perfiles, incluso una vez cerrados. Abusos de esta índole ponen de relieve la urgente necesidad de acelerar los procesos de transición hacia un marco legislativo adaptado a las nuevas realidades digitales; por supuesto, siempre con el foco puesto en la protección y salvaguarda de los derechos de los usuarios.

Una filtración de datos de semejante calado podría haber acarreado a Facebook dos consecuencias desastrosas que irían retroalimentándose entre sí: la primera -como efectivamente ha sucedido- es una súbita bajada en su cotización en bolsa, fruto de la perdida de confianza de los inversores; la segunda sería un descenso masivo en el número de usuarios totales de la plataforma; hecho que a su vez incidiría negativamente -otra vez- en su valor de mercado. No obstante, hemos comprobado que, a pesar contar con un número elevado de bajas a partir del caso, no representan una cifra significativa si tenemos en cuenta el volumen total de la red social. Aquí se nos plantea un nuevo paradigma sociológico: una comunidad hiperconectada no puede prescindir de sus canales de comunicación. Se ha generado una nueva espiral del silencio digital en la que quedarte fuera de las plataformas masivas equivale a un ostracismo social.

Se dibuja, por tanto, un nuevo escenario en el que no podemos renunciar a formar parte de comunidad virtual; en él, las grandes compañías parten con ventaja gracias a la dependencia generada entre sus millones de usuarios. Mientras nuestros datos sigan siendo moneda de cambio para élites, no podemos más que esforzarnos para crear un entorno educativo capaz de concienciar a nuestros pequeños sobre los buenos usos de la red. Si conseguimos que las nuevas generaciones tomen conciencia sobre los riesgos que hay detrás de cualquier contenido publicado en sus perfiles, probablemente alcancemos una sociedad con mayor grado de emancipación y, en definitiva, más libre.


Por Ida Vega, profesora del ICEMD, Instituto de la Economía Digital de ESIC, y Social Media Strategist en Estamos On