El otro día la tutora del colegio de mi hija me hablaba de las dificultades que tienen los niños de hoy, no ya para resolver los problemas, sino para leer los enunciados de los mismos. No los entienden. Me decía que los chicos pasean su mirada superficialmente por el texto, pero son incapaces de penetrar en él. Jakob Nielsen, el gurú de la usabilidad, dice algo parecido. Asegura que sólo el 16% de la gente que visita un site lee palabra por palabra los textos. La mayoría lee en diagonal, escanea la página de un vistazo para ver si hay algo relevante, pero poca cosa más. Leer así es como no leer.

Yo no sé si es un 16%, pero he visto a muchos usuarios cerrar una ventana de alerta de su ordenador antes de leerla, para luego argumentar convencidos que sí, que la habían leído, pero que no ponía nada relevante, o que no la habían entendido. También he visto fracasar interesantes proyectos web porque los visitantes eran incapaces de leer, por ejemplo, una sencilla frase de 12 palabras que aparecía durante unos 50 segundos en el loading de una página que no contenía más que ese texto. El web en cuestión no funcionó. La gente se quejaba de que no sabía cómo navegarlo. “Está escrito al principio”, argumentábamos nosotros. “No, imposible. Al principio no hay nada”. Respondía la gente. Ellos tenían razón. No estaba. Aunque estuviera. Hoy, las nuevas generaciones, como no saben leer, aprenden a descubrir el funcionamiento de los chismes tecnológicos que se compran sin leer las instrucciones, y las viejas generaciones no leen las instrucciones porque no entienden el lenguaje de los chismes tecnológicos. Total, que hoy nadie lee los folletos de instrucciones de nada. No hay manera, a pesar del empeño de las empresas por escribirlo de una manera sencilla, llana, y en todos los idiomas posibles. Es una batalla perdida. Cuanto más se esfuercen y más escriban y en más idiomas lo traduzcan, peor. No lo leeremos. Ellos ya lo saben, por eso extraen los puntos críticos y los reescriben en una hoja aparte, pero esta vez con pictogramas, para que podamos entenderlo sin leer. Es el mismo lenguaje iconográfico con el que escriben la hoja de emergencia de los aviones, o las señales de tráfico. Está claro que cuando es verdaderamente importante que nos entiendan, mejor emplear símbolos y dibujos que palabras. AventuraEn el caso de la publicidad, el problema ya no es que la gente no lea, sino que además le importa un bledo lo que digan las marcas, de modo que encontrar un lector dispuesto a leer el texto de un anuncio parece una aventura harto improbable. Le damos mil vueltas a nuestro claim, eslogan o titular, buscamos los matices que nos ayuden a expresar lo que exactamente queremos expresar y, cuando lo encontramos, saltamos alborozados pensando que ya tenemos campaña y que muy pronto el mensaje habrá calado en nuestro público objetivo. Pero no. Estamos muy equivocados. La gente no va a leernos. Si sólo un 16% lee el texto de una página a la que ha llegado voluntariamente, ¿cuántos de esos 16 van a leer un texto publicitario por el que no están previamente interesados y que además les interrumpe? Es más, ¿creemos que alguien de esos 16 va a leerlo? Sinceramente, no lo parece.