El ser humano es extraordinario. Lo ordinario para la teoría económica, y por afección, para el marketing clásico, es considerar  que las personas tomamos decisiones en materia económica por la vía racional. Pero lo cierto es que, desde los años Setenta, se sabe que esto no es así. Por aquellas investigaciones iniciales se premió a Daniel Kahneman con el Nobel de Economía en 2002. Increíblemente, a pesar del tiempo transcurrido, los gestores económicos, gubernamentales o privados, no han aprendido la lección.

Las sucesivas crisis han servido para ratificar que los consumidores decidimos emocionalmente y los gestores confían en que lo haremos racionalmente. La forma en que procesamos las decisiones económicas es tan influenciable que asusta. En un experimento presentado en el último Congreso de la Cognitive Neuroscience Society se comprobó que un grupo al que se le acababa de someter a imágenes de gente sonriente, mostraba a continuación una inclinación mucho mayor a tomar decisiones económicas arriesgadas que otro que no pasó por el tratamiento de la sonrisa. Los trabajos de la llamada neuroeconomía, en alianza con la psicología clínica, están mostrando la foto física de cómo tomamos estas decisiones. Por tanto, ya no estamos ante teorías, sino ante hechos demostrados fisiológicamente. Y no sólo lo dicen brillantes científicos con aura de estrellas, como Damasio. Hasta los más grises investigadores llegan a la misma conclusión. Y la práctica lo confirma: el análisis de cientos de casos de los premios Efi británicos demostró cómo las campañas publicitarias basadas en emociones tienen una probabilidad mucho más alta de ser eficaces que las racionales. Sin embargo, directores generales, ministros y hasta directores de la Reserva Federal (el propio Greenspan lo reconoció) siguen gestionando como si los seres humanos actuáramos racionalmente. ¿Cómo no va a estar el mundo del marketing plagado de briefings que parten de la racionalidad por más que se revista de insight? Si el presidente toma decisiones con números y sólo números, es difícil que entienda que su consumidor compra principalmente emociones. Aunque el Olimpo de los negocios tenga mil veces más marcas emocionantes que racionales, el 90% de los productos se venden con argumentos racionales y, ahora mismo, con el menos emocionante de ellos: el precio. Investigar por qué negamos la evidencia debería ser el próximo objetivo. En eso también somos extraordinariosDavid Torrejón, director editorial de Publicaciones Profesionales