Yo me enamoré de internet alrededor del año 94 o 95, cuando descubrí un website que se llamaba, creo recordar, The Virtual Garden. Se trataba de un proyecto montado por una universidad australiana y que te permitía manejar telemáticamente desde tu casa una webcam instalada en el techo de un jardín y moverla por él. The Virtual Garden te proponía que localizaras en el jardín un espacio que te gustara y, pulsando un botón, plantaras allí una semilla. Luego te sugerían regresar periódicamente al jardín para regar tu semilla y observar a través de la cámara si la planta germinaba y crecía.

Me encantó el experimento. Me pareció fascinante que pudiera manejar desde mi ordenador un brazo robótico a miles de kilómetros de distancia, y ver desde allí mi trocito de jardín australiano. Me sorprendió especialmente que mientras observaba todo aquello, alguien que no conocía, que estaba conectado desde algún lugar de un país extraño, apareció de repente en el área de chat que contenía la página, y me solicitó que le hiciera el favor de cuidarle su planta durante los próximos quince días porque él al parecer se iba de vacaciones.


Recuerdo que en aquellos momentos yo ya había visto vallas 3x8 por las calles de San Francisco que anunciaban con gran tipografía www.BankOfAmerica.com, es decir, ya estaba viendo que el fenómeno internet afectaba de lleno a la publicidad. Pero fue el jardín virtual lo que me hizo pensar que aquello no sólo tenía que ver con la publicidad, sino muy específicamente con la creatividad y con la comunicación, y que si tenía que ver con la creatividad y la comunicación, entonces tenía que ver conmigo.
Han pasado ya quince años y hoy las cosas han cambiado, pero no tanto. Lo digo porque ahora me doy cuenta de que, por ejemplo, The Virtual Garden ya era entonces una magnífica red social. Lo que sucede es que son tantas las novedades que año tras año internet trae a nuestra orilla, surgen plataformas tan sorprendentes y su éxito es tan fulgurante, que quedamos cegados. No nos damos cuenta de que lo verdaderamente importante no es lo nuevo, no es el juguete creado, sino aquello que subyace en este fantástico canal, medio, metamedio o como se llame. Unos principios básicos, unos ingredientes, que han estado desde siempre allí, pero que no siempre hemos sido capaces de ver, valorar, entender o utilizar.


Por ejemplo, a mí me maravilló el jardín virtual australiano, pero entonces no fui capaz de darme cuenta de que había en él un ingrediente más trascendente que el tiempo real, la interactividad o la experiencia compartida. Internet en 1994 no sólo nos estaba descubriendo el hipertexto, aquella maravilla que servía para enlazar y engarzar el conocimiento del mundo, sino que ponía en nuestras manos el hipervínculo social, links invisibles que estaban cosiendo emocionalmente a las personas de todo el planeta. Ése era el ingrediente fundamental con el que estaba compuesto el jardín virtual que tanto me había gustado. Por eso, lo que más me impactó fue la facilidad que surgió el vínculo con un extraño. El jardín, el robot, la webcam, me deslumbraron, pero eran la excusa.

Escarbar


Yo creo que cuando hablamos de publicidad digital, no deberíamos únicamente analizar todos esos maravillosos juguetes, como Facebook, Twitter o Spotify, que tanto nos deslumbran, y no deberíamos obsesionarnos tanto en pensar cómo colocaremos allí nuestra publicidad, sino que tendríamos que escarbar un poco más profundamente, destripar sin reparos esos juguetes, para descubrir de qué materia están hechos. Nos conviene descubrirla y aprender a manejarla, porque seguramente esa es la materia con la que deberemos construir nuestra publicidad en el futuro.


Daniel Solana es director general de DoubleYou