Este país es muy gracioso. Si no inventamos el “Querida (o querido), esto no es lo que parece” es porque nos faltan un punto o cinco de humor británico. Y es muy gracioso porque no queda más remedio que reírse cuando algunos dan explicaciones ante la justicia o la opinión publica acerca de hechos de los que deberían simplemente arrepentirse.
Creo que la única vez en muchos años que alguien ha reconocido su fechoría se ha dado en el caso del Palau de la Música. Es algo que, de alguna manera, dignifica a los pillos que lo protagonizaron. Lo normal es declararse inocente, siempre y a cualquier precio, incluso el del ridículo, inventando disparates que justifiquen sus actos o intentando crear al menos una cortina de humo. Desde repetidos premios en la lotería para justificar ingresos dudosos, al “quita ‘bisho’”, éste sí muy nuestro, del hoy políticamente incorrecto chiste del gitano con el cerdo al hombro.
A uno le da envidia la forma en que en otros países desarrollados empresas y particulares, pillados in fraganti, se toman estas cosas. Las primeras, las más de las veces hacen rodar cabezas y piden compungidas excusas a clientes y accionistas, los segundos hacen lo propio y en algunos casos hasta saltan por la ventana, practican el harakiri o se descerrajan un tiro en la sien, dependiendo de las costumbres locales. Un último momento de dignidad. Pero aquí no tenemos ese patrón de comportamiento, ni corporativo, ni personal. Al contrario, al directivo choricete se le suele ofrecer una salida digna que evite un escándalo a la compañía. Y es que, si quienes dirigen el negociado, es decir los políticos, demuestran la cualidad berroqueña de su faz cuando les pillan el plena corruptela, las personas jurídicas o individuales, no vamos a hacer el tonto reconociéndonos culpables a las primeras de cambio.
Nuestro sector, como no podría ser de otra forma, no es ajeno a esta elegancia social del reparto de ruedas de molino. Incluso empresas de larga e impecable trayectoria prefieren instalarse en el desmentido más cómico antes que asumir que, por una vez, por una miserable vez, metieron la pata. Nadie es perfecto. Todos tenemos derecho a equivocarnos. El mejor escribano echa un borrón. Tenemos todos los dichos del mundo para invocar el perdón sin necesidad de insultar la inteligencia. De hecho es mucho más inteligente ofrecer una explicación sincera, acompañada de la solución subsiguiente, que intentar una explicación imposible, porque eso siembra dudas sobre lo que ha sido y seguirá siendo probablemente una trayectoria impecable.
David Torrejón, director editorial de Publicaciones Profesionales