Junto a la toldilla de popa, Colón mantenía la vista fija en el negro horizonte del mar tenebroso. Pese a que la carabela alcanzaba en ese momento los casi siete nudos de velocidad, su estado de ánimo había tocado fondo. De no ser por los hermanos Pinzón, a estas alturas sería pasto de los peces como consecuencia de alguno de los intentos de motín que habían tenido lugar a lo largo de la travesía.
La ampolleta de arena acababa de girar marcando la tercera media hora del 12 de Octubre de 1492. Otra media hora, pensó. ¿Cuántos milenios le había llevado al hombre parcelar el tiempo para poder navegar en él? ¿Y cuántos el dibujar cartas fiables, construir astrolabios, agujas de marear, velas de cuchilla capaces de avanzar contra el viento? Ahora toda esa tecnología de última generación les estaba transportando hacia la Historia y su único problema para no ver truncados sus sueños eran las supercherías que destemplaban la cordura de su tripulación.
Yo soy un navegante, se dijo a sí mismo como para recobrar el ánimo perdido. Tan sólo confío en mis conocimientos y en la certeza de que alcanzaré las tierras de Zipango antes de que la locura y la desesperación acaben con todos nosotros. La escasez de agua me está llevando a sufrir las primeras alucinaciones. Y si bien soy consciente de que esos brillos que se mecen en la mar no son sino reflejos de la luna, ya comienzo a dudar. ¿Quién sabe? También pudieran ser las sinuosas colas de las sirenas que rodean nuestras naves para marcarnos el camino.
Pero las sirenas no existen. Son tan sólo una leyenda que por alguna inexplicable razón ha conseguido extenderse por todo el planeta. Para los griegos eran las hijas de la diosa de la memoria. Pero también aparecieron en el Próximo Oriente, entre los esquimales, en las monedas fenicias y corintias. Y su compañero, el hombre pez, es citado como Dagón en la Biblia, y como Oannes entre los babilonios, y como Mariño en Galicia…
Son estas fábulas absurdas las que tienen envenenada la mente de mis hombres y les hacen dudar. Pero yo soy Cristóbal Colón, el buscador. Capaz de navegar por estima con una precisión por todos reconocida, el primer hombre que supo determinar la longitud a través de un eclipse de luna, de transcribir la variación de la aguja magnética, de determinar la altura de la estrella polar mediante el cuadrante marino y la plomada… Yo no creo en cantos de sirena ni en monstruos marinos. Sólo en la razón y en mis conocimientos sobre la mar.
Aunque si esos brillos, si esas sirenas me llevaran hoy a tierra, juro que mi agradecimiento será eterno y nunca más dudaré ni permitiré dudar sobre su existencia. Si me ayudaran a encontrar…
Al girar de nuevo la ampolleta, la voz de Rodrigo de Triana se oyó desde la cola de vigía: “Tierra a la vista”. Pero Colón, ensimismado en sus enajenados pensamientos, creyó escuchar “Terra Altavista”. Le sonó extraño, pero no le dio mayor importancia. Lo único que contaba ahora es que por fin se divisaba Zipango. Y que (ahora estaba seguro) aquellos seres, mitad peces mitad humanos, lo habían llevado hasta allí.
Tres meses más tarde, el 9 de enero de 1493, el cuaderno de bitácora de Colón hablaba de tres sirenas avistadas por él entre las olas del mar. Así cumplía el Almirante de la Mar Océana su promesa de reconocimiento. Pero si tardó tres meses en hacerlo fue para que nadie pudiera caer en la cuenta de que fueron ellas las que le mostraron el camino para descubrir América. A un navegante se le respeta por la ciencia de su saber, y no por los sueños de su temer.
Lo que Colón no sabía es que la primera herramienta descrita como “Buscador de direcciones” apareció en un libro de la Dinastía Song en el siglo XI. Se trataba de una aguja imantada que, colocada en un tazón con agua, siempre señalaba hacia el sur. Y que doscientos años más tarde, los Persas construyeron ese mismo “buscador” que, en este caso, siempre señalaba hacia el norte. Pero las dos brújulas tenían algo en común. En ambos casos, las agujas que utilizaban para marcar el camino tenían la misma imagen, tal vez en homenaje al ser que las inspiró: Las dos simulaban la figura de un pez.
Todo aquello ha quedado en el olvido y hoy ya nadie se atrevería a reclamar la participación de las sirenas en el descubrimiento de América. Pero si vas al “nuevo mundo” y desciendes hasta el sur todavía podrás encontrar un enorme pez en forma de astrolabio en un remoto lugar llamado La Isla Negra. Dicen que la única persona que lo sabía utilizar no era un científico, sino un poeta. Se llamaba Pablo Neruda.