La otra noche fui a cenar a un restaurante italiano que hay cerca de mi casa; y, aunque no tenía reserva, como era un miércoles, supuse que no habría problema para encontrar mesa. Y así fue. Sólo una estaba ocupada por una pareja, y las demás estaban todas vacías.
¿Sabéis donde me puso el camarero? ¡Efectivamente!: me colocó en la mesa que estaba al lado de la pareja. No dos más allá, ni tres más a la derecha: me sentó en la contigua; a unos treinta centímetros de su discusión.
Supongo que los camareros deben hacer ese tipo de cosas porque así tienen el rebaño controlado. Pero podrían pensar que a lo mejor no nos interesan las conversaciones ajenas, por interesantes que sean.
Hace años, cuando uno iba al cine y las entradas no eran numeradas, siempre pasaba lo mismo: aunque sólo hubiera ocho personas en todo el patio de butacas, el acomodador te conducía a la única fila en la que había gente y te sentaba al lado de alguien. Socialización que se llama.
Y si le decías que preferías ocupar otra butaca, el aposentador te enchufaba la linterna en la cara, para ratificar que eras un ser humano y no un bicho raro.
Ese gregarismo obsesivo puede llegar a unos límites insospechados.
Por ejemplo: cuando vamos a la playa y alguien se mete en el agua, instintivamente, lo primero que hacemos es empezar a gritar que está buenísima (aunque corte el aliento); y lo siguiente es que empezamos a gesticular y a mover los brazos con un venpaquípacá, para que el que está en la orilla se una a la fiesta.
--¡Veeen, veeen, que está buenísima….!
Y aunque el de la orilla rechace una y otra vez la invitación, después de un cuarto de hora de insistencia no le queda otra que mojarse el culo.
También hay gestos comunes que sacan al artista que todos llevamos dentro.
Un suponer: cuando vemos un cristal empañado siempre nos viene la urgencia de dibujar algo, aunque sólo sea un monigote. Arte efímero, que se llama.
Y cuando estamos en la soledad de un váter público, también nos da por sacar al literato, al poeta de cloaca o al filósofo de pacotilla que todos escondemos en nuestro interior, y que aflora en el momento de bajarnos los pantalones.
En cambio, cuando se trata de escribir unas simples palabras en una tarjeta de boda, entonces nos quedamos en primero de guardería.
Debe ser que toda la originalidad y el talento se nos han ido al tirar de cadena.
El miedo también es un generador de situaciones muy curiosas y reconocibles.
Por ejemplo: cuando uno está solo en casa y oye un ruido en otra habitación, ¿qué hace normalmente? Pues lo lógico: pregunta si hay alguien ahí, esperando que se asome el chorizo o el asesino en serie y nos diga: sí, estoy yo; pero no pasa nada. No se asuste.
Desengáñate: si es un malo, no te va a responder. Y si es de la familia, tampoco tienes por qué preocuparte de nada. Bueno, te tienes que preocupar lo justo.
Luego, si continúa el ruido, lo que solemos hacer es escondernos debajo de la sábana. Porque, como todo el mundo sabe, una sábana es el mejor refugio que existe para evitar que te roben o te maten. Ni chalecos antibalas, ni habitaciones del miedo, ni nada por el estilo. ¡Donde esté una buena sábana…!
Otra cosa que solemos hacer mucho es que cuando nos llaman por teléfono a primera hora de la mañana y nos preguntan si nos han despertado, siempre decimos que no, que para nada, y que ya llevábamos despiertos más de una hora…
Y aunque la voz cazallosa nos delate, nosotros no damos nuestro brazo a torcer. Debe ser que no nos gusta nada que piensen que somos unos perezosos.
Otro gesto curioso y que siempre me ha llamado la atención, es el del dedo en la nariz en los semáforos. No es un gesto español, sino universal. En Noruega creo que también lo hacen.
Semáforo-dedo- nariz es el triángulo por el que desaparece la educación de dos siglos de historia, en el tiempo que tarda un semáforo en ponerse en verde. Y es también lo que nos transforma en seres básicos, primitivos, previsibles.
Y precisamente, ahí es donde yo quería llegar: a lo previsible.
Sentido común
Nuestro trabajo consiste fundamentalmente en eso: en conocer el comportamiento humano, porque de eso depende el que elijan nuestro producto en lugar de elegir el de la competencia.
Mirar al consumidor (o mirarnos a nosotros mismos como consumidores), y saber qué argumentos son los más eficaces para poder convencerles de que nos tienen que elegir.
Más que mirar, lo que en realidad deberíamos hacer es observar; que es un mirar con detenimiento. Y más que hacer anuncios, lo que deberíamos hacer es mostrar al comprador experiencias que reconozca como suyas.
A ese tipo de cosas la sociología y el marketing creo que les llama insights; aunque yo prefiero llamarles sentido común.
Agustín Vaquero es director general creativo de TBWA