La victoria de Obama en las pasadas elecciones presidenciales estadounidenses hizo correr teras de bits y océanos de tinta centrados en glosar su habilidad comunicativa, tanto personal como estratégica, y especialmente su novedoso manejo de los nuevos medios para formar opinión. Un mensaje sencillo y esperanzador, su Yes, we can, un carisma superlativo y una capacidad de atraer fondos de ciudadanos anónimos como nunca se había dado, pusieron al primer ciudadano negro en la Casa Blanca, algo por lo que un año antes nadie habría apostado un dólar.

Menos de dos años después, en estas recientes elecciones para renovar las cámaras de representantes, el Partido Demócrata ha cosechado un sonado fracaso. ¿Qué ha ocurrido? ¿Han fallado las recetas exitosas dos años antes? ¿Es la caída más estrepitosa como consecuencia de haber generado Obama mayores expectativas que sus antecesores? ¿Ha dejado la profundidad y ambición de los proyectos emprendidos un flanco demasiado débil para que la oposición mediática se cebara en ellos? ¿Ha confiado demasiado en sus fuerzas o ha subestimado la dificultad añadida que venía de la mano de la crisis económica?

Probablemente, haya habido de todo un poco y, por añadir factores externos y jerga de marketing, la oposición ha sabido ponerse al día en materia de estrategias de medios, al tiempo que ha creado un gran producto señuelo, el Tea Party, que ha añadido confusión en la estantería. Un producto nuevo –ya sabemos lo que supone eso en una etiqueta- construido sobre ideología en lugar de sobre un programa, creado para satisfacer los oídos del comprador y con un envase capaz de hacer frente a la figura de un afroamericano esbelto, intelectual y hecho a sí mismo: una pasarela de madres jóvenes, aparentemente desvalidas, defensoras de los valores tradicionales reclamando oportunidades para sus hijos.

En cierta forma, Obama ha probado de su propia medicina. Desde la tarea de gobierno es muy difícil generar ilusión y expectativas. Ha resultado inútil que intentase recordar a su electorado que los problemas que ha tenido que enfrentar son enormes y que apenas han pasado veinte meses desde su nombramiento. Los votantes no suelen caracterizarse por su paciencia y el gestor de una crisis se enfrenta a la imposibilidad de convencerles de que ha hecho una brillante gestión, aunque así haya sido. Por mucho que intente explicar que todo podría haber ido mucho peor de no haber actuado como actuó, eso es algo que no se puede demostrar, mientras que los votantes siguen palpando los efectos de la crisis. No hay carisma ni twitter que pueda superar una situación así.