La cuestión del propósito corporativo no es nueva. El “combate” sobre qué debe guiar la actuación de las empresas viene de lejos. En 1970, el Nobel de Economía Milton Friedman sentó cátedra en el New York Times cuando afirmó que “En una sociedad libre… la única responsabilidad social de las empresas es maximizar sus beneficios, siempre que lo hagan cumpliendo la ley y la ética”. Quince años más tarde, el filósofo y economista Edward Freeman introdujo la idea de stakeholder en la gestión de las empresas y situándola en el centro de las organizaciones: “El verdadero propósito de la empresa es servir como vehículo de los intereses de los stakeholders”.
En la práctica, el combate no era tal. Durante décadas, el mantra más asumido y ejercitado dentro de las empresas ha sido el de la generación de beneficios y la creación de valor para el accionista. Si bien pocas empresas lo explicitaban de forma pública como norte de su gestión, en la práctica, la presión del mercado y los accionistas, y los programas de incentivos, acababan forzando su cumplimiento.
A mediados de los 90 el concepto de Responsabilidad Social Corporativa revivió y amplió su alcance cuando más empresas comenzaron a integrarla en la gestión. Desde Boston, en 2011, Michael Porter y Mark Kramer impulsaban la integración de la responsabilidad social en la competitividad del negocio con el desarrollo del concepto de “Valor compartido” (Shared Value). La idea de que la creación de valor social, atender las necesidades y problemas sociales, es lo que genera valor económico, y no al revés.
A comienzos de siglo, los grandes escándalos contables de Enron, WorldCom, Parmalat o Arthur Andersen mostraron la cara más negativa del “capitalismo de accionistas” y del éxito a toda costa. Y la crisis financiera global de 2008 dio lugar a que se levantaran muchas voces que reclamaban una reflexión más profunda sobre el papel de las empresas en la sociedad y de su responsabilidad. Aún resuenan las palabras del entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy; “Hay que refundar el capitalismo”.
Pero no ha sido hasta hace algo menos de un par de años cuando se ha sentido una mayor actividad en las sedes de las grandes corporaciones y en los foros de pensamiento económico más influyentes.
Desde 2018, Larry Fink, presidente de BlackRock, viene advirtiendo en sus cartas anuales a los consejeros delegados de miles de compañías en las que su firma es inversor destacado, que sus perspectivas de crecimiento están inextricablemente vinculadas a su capacidad para operar de forma sostenible y satisfacer las necesidades de todas las partes. A juicio del mayor inversor del mundo, “una empresa no puede alcanzar todo su potencial ni lograr beneficios a largo plazo sin contar con un elevado sentido de propósito, verdadero catalizador de la rentabilidad a largo plazo”.
Hace menos de un año fue sonado el anuncio de la completa reformulación del sentido y propósito de las corporaciones realizada por la Business Roundtable, el lobby que reúne a los CEOs de 180 de las mayores compañías del Estados Unidos. “La razón de ser de la empresa debe ser el tener un impacto positivo en el conjunto de la sociedad, debe tener en consideración a todas las partes interesadas y no limitarse a generar beneficios para sus accionistas”.
La declaración de Business Roundtable encontró un eco muy importante en todo el mundo, especialmente en medios de referencia, como el mismísimo Financial Times, que defendió que la idea del propósito social podía ser la única manera de salvar el capitalismo y, nada más y nada menos que la democracia liberal. The Economist fue más comedido, pero reconoció que se estaba generando una actitud hacia los negocios a ambos lados del Atlántico que cada vez otorga más importantica al posicionamiento moral y político de las empresas.
Recientemente, y por tercer año consecutivo, la encuesta de tendencias globales de reputación de RepTrak volvía a poner el cumplimiento del propósito corporativo como tendencia mundial más importante de 2020 para la gestión de la reputación. Y a comienzos de año, el Manifiesto del Foro de Davos, el mayor encuentro anual de líderes empresariales del mundo, era una declaración sobre los principios éticos que deberían seguir las compañías: “Una empresa es algo más que una unidad económica generadora de riqueza. Atiende a las aspiraciones humanas y sociales, y su responsabilidad cívica exige que aproveche sus capacidades, sus recursos y su espíritu empresarial para mejorar el estado del mundo”. Su fundador y presidente, Klaus Schwab remataba afirmando que “con el mundo en una encrucijada es imperativo reimaginar el propósito de las empresas”.
Y cuando estábamos en esa encrucijada, llegó la COVID-19 y nos enseñó lo que es una encrucijada de verdad y una crisis que deja al mundo en un estado que, efectivamente, hay que mejorar. Y para ello necesitamos empresas con propósito de acción.