Yo no entré en publicidad, yo entré en Contrapunto. Estudiaba Empresariales, y todo en mi formación me abocaba inapelablemente hacia una consultora, un banco de inversión o un Procter. Era inevitable, pero antes de asumir mi destino quería probar algo diferente, más creativo, que me supiera un poco a aventura. Y sucedió que en una clase proyectaron el Cannes de aquel año. Quedé fascinado y desde ese momento, en cuanto podía, me escapaba a Vips a curiosear de estraperlo el Anuncios (¡entonces se vendía en Vips!). En sus páginas rebuscaba los spots que me gustaban y a quién estaba detrás de ellos, y así fue como me topé con aquel binomio Lapeña-Mancebo que se repetía machaconamente, como una especie de Lennon-McCartney de la publicidad española. Aquella agencia, en aquel momento, se me antojó el epicentro de todo lo que me atraía de la publicidad, y es donde me propuse trabajar.

A mí me seleccionó José Mari, así que a Mariano no lo conocí hasta unos días después de entrar. Venía andando por la calle con las manos en los bolsillos, me lo presentaron y nos cruzamos unas palabras que acabaron en una de aquellas risotadas suyas, frescas y francas, que - aún no lo sabía- eran un resumen perfecto de su carácter. ¿Así que ese era el famoso Mancebo de Lapeña-Mancebo? No resultaba muy imponente, la verdad. Jose Mari transmitía todo el imaginario de un creativo de libro, pausado, algo melancólico, con una mística especial que a los juniors nos impresionaba un poco. Juan Mariano, en cambio, parecía un tipo del barrio de paseo a por el pan. Y, curiosamente, aquella primera impresión coincide mucho con mi última imagen de él: un tipo campechano, risueño y auténtico, de paseo por la vida a por el pan.

Juan Mariano, comenzó siendo mi jefe, pero con los años fue muchas cosas más, un mentor, un compañero y también un amigo al que admiraba y quería. Comencé en publicidad con la intención de probar seis meses, y con el despiste ya voy para trescientos. De este tiempo guardo muchísimos recuerdos de él, de todo tipo, de los que te encuentras trabajando y de los que suceden en los bares, y su figura me conjura multitud de nombres y caras muy queridas. Juan Mariano es un símbolo de una época mágica en una agencia (que ha tenido muchas épocas mágicas y a la que deseo que siga teniendo más), y un referente para una profesión en la que siguió activo hasta el último minuto, hasta ese último viernes, con la semana acabada, cuando salió de trabajar para ya no regresar el lunes... Apenas unos días antes nos habíamos emplazado a comer para actualizarnos. Esa comida ya no será, y más que nunca desearía tenerla para comentar con él las últimas semanas, relatarle las interminables muestras de cariño que ha convocado su despreocupado gesto de morirse, y quejarme de lo pronto que se ha ido y lo tristes que nos ha dejado. Aunque supongo que él soltaría otra de esas risotadas suyas para quitarle hierro al asunto…

Al llegar al tanatorio –quizá no podía ser de otra manera-, al primero que me encontré fue a Jose Mari, y me fundí con él en un cariñoso abrazo (aquella mística que nos impresionaba fue dejando paso a una entrañable humanidad, igual de impresionante). Y después de él me fui encontrando con todos. Una generación de publicitarios, dos, tres… reunidos allí, incrédulos y confusos, alrededor de aquel tipo tan corriente y tan extraordinario al que queríamos de verdad.

Esta profesión, que a veces parece tan venial, es capaz sin embargo de generar recuerdos muy intensos, emociones muy profundas y relaciones muy auténticas.

Creo que el retrato de una persona no está completo hasta que incluye las pinceladas que ha ido dejando en los demás. Todos los que le conocimos compartimos muchos recuerdos comunes, pero cada cual guarda matices, vivencias particulares, momentos propios… El retrato de Juan Mariano no estaría completo sin lo que dejó en cada uno de nosotros. Y el mío, tampoco lo estaría sin lo que él dejó en mí.