Hemos reducido a tres las alternativas porque la cuarta (interés simple o compuesto) es tan obvia que no merece ser argumentada como causa de la distopía galopante en la que ya vive instalada la sociedad del marketing, adelantándose incluso, a esa condición futura que lleva implícita el término.

Nos estamos refiriendo, claro está, a la surrealista actitud que, de forma ya demasiado continuada para ser una moda pasajera, vienen mostrando muchos responsables del marketing de un considerable número de marcas.

Ha sido tradición (desde que el marketing es marketing) la celosa obsesión mostrada por quienes velaban por la salud comercial de las marcas en las empresas anunciantes. Tan rotunda era la preocupación marquista de sus clientes que quienes trabajaban para ellos desde las agencias, solían tratar de moderarla a la hora de convertir sus mensajes al consumidor en comunicaciones publicitarias, a fin de evitar el normal rechazo defensivo de sus receptores (los consumidores), ante procedimientos tan descarnados de venta dura.

Sin embargo, hoy (cuando, dada la complejidad del ultracompetitivo mercado actual, más necesario parece recuperar un comportamiento comercial inquebrantable) son los propios ejecutivos de las marcas quienes dispersan sus mensajes, enfocándolos hacia objetivos intrascendentes y utópicos, canalizándolos, además, a través del abuso desmedido de soportes dudosamente eficaces.

No están, tampoco, sus otrora ‘socios estratégicos’ de las agencias (reducidos ya, en su mayoría, a la condición de simples proveedores) en una situación que les permita mostrar firmeza alguna en la defensa de criterios y opiniones profesionales opuestos a los deseos presentes de sus clientes.

A este respecto, según afirman algunos analistas, cabe la posibilidad de que, tanto el personal de unos (los anunciantes) como el de los otros (sus agencias), se encuentren bajo los efectos de ese virus pernicioso (el de la ‘adolescencia aumentada’) que impide madurar a una parte de los jóvenes profesionales, haciéndoles entender que la realidad de quienes realizan el grueso del consumo de productos, y también de los servicios, en nada se parece a la que ellos tienen idealizada en su cibernética galaxia espiritual.

Dejando, por tanto, a un lado –aunque sin descartarla– la elevada probabilidad de que esos analistas estén en lo cierto, vamos a centrarnos en las tres alternativas enunciadas en el título de este artículo.

Los expertos dicen que la disonancia cognitiva, primera de las posibles causas de la situación publicitaria que viven las marcas, podría definirse como el conflicto mental que ocurre cuando los comportamientos de una persona no concuerdan con lo que piensa. Esto puede explicar, en parte, lo que está sucediendo. Pero solo en parte, pues sería necesario analizar a quienes les ocurre para descubrir lo que, en el fondo, provoca el problema. Y es al hacerlo cuando nos topamos con las otras dos razones.

El miedo escénico es la segunda de ellas. Se dice que fue Jorge Valdano quien acuñó esta expresión, refiriéndose a la sensación experimentada por algunos rivales cuando se enfrentaban al Real Madrid en el Bernabéu. Pues bien, dejando a un lado el símil futbolístico, no cabe duda de que existe un bloqueo generalizado de los profesionales a la hora de gestionar (y, sobre todo, de expresarlas a los demás) sus propias opiniones, ante el riesgo de que sean interpretadas como una falta de conocimientos técnicos o, lo que aún les aterroriza más, como una evidencia de insuperable obsolescencia profesional.

Avasallados todos por el aluvión descontrolado de unas tecnologías (algunas nuevas y otras antiguas, pero siempre enmascaradas con hiperbólicas vestiduras de rocambolescas resonancias anglicistas) cuyo conocimiento es considerado por la mayoría como única garantía de empleo y sueldo, un temor supersticioso se apodera del ánimo, provocando la subestimación de las opiniones no afines a la corriente generalizada. Esta infravaloración de las propias capacidades, suele venir acompañada de una idea autolítica de rechazo, así como de la sobreestimación de cuantos parecen moverse con soltura en el jardín de las delicias pseudopublicitarias posmodernas.

Para completar este difuso panorama, tenemos la tercera alternativa (en absoluto excluyente de las dos anteriores): el llamado ‘papanatismo sociológico’.

Si digo ‘llamado’ es porque yo lo llamo así (no se lo he oído decir a nadie más), pero sí escuché una expresión que me inspiró. Siento que también tenga un origen futbolístico, pero es la realidad, ya que fue Laporta, presidente del Fútbol Club Barcelona, quien habló de un supuesto ‘madridismo sociológico´ como origen de casi todos los problemas del Barça. No soy capaz de pronunciarme acerca del fundamento de la queja del dirigente catalán, pero sí del de su reformulación ‘papanatista’.

Es el papanatismo un mal universal, desde luego, por lo que no podemos los publicitarios (ni la gente de marketing) apropiarnos de un patrimonio que compartimos con el resto de la humanidad. Pero sí es cierto que hay una natural inclinación (que todos nos hemos visto obligados a controlar en algún momento de nuestra carrera) hacia esa candidez simplista, travestida de falsa sofisticación, que define a los fáciles de engañar, embriagados por su propia medicina.

Hasta he llegado a escuchar en cierta ocasión a alguien que dijo, en referencia a un colega a quien quiso despreciar, mostrándose superior a él: “Ese es más ‘papanatista’ [sic] que el Papa”.

¡Qué camino tan despejado dejan, entre unos y otros, a quienes, movidos por el interés, agitan estos tres mecanismos en su propio beneficio!