Alfred Russell Wallace fue el segundo. En realidad, como Darwin, llevaba mucho tiempo investigando y dándole a las meninges con eso de la evolución. Y también, como Darwin, era un naturalista viajero, solo que mientras Charles repatriaba escarabajos en frasquitos desde las pedregosas Galápagos, Alfred hacía lo propio desde las exuberantes islas del sudeste asiático. Ambos, picados con igual saña por su curiosidad y por sus respectivos mosquitos, ya americanos ya asiáticos, firmaron durante años artículos que predecían sus futuras teorías. Finalmente, acabaron conociéndose y compartiendo su visión, adquirida en posiciones antípodas del mundo y, sin embargo, tan coincidente. De hecho tanto, que a sir Charles -que entonces no era Sir-, le pareció justo invitar a Alfred – que nunca llegaría a serlo - a hacer una redacción conjunta para vestir de largo sus tesis. Así, la primera publicación oficial sobre la teoría de la evolución no fue firmada por Darwin en solitario, junto a la suya aparecía la rúbrica de Alfred Wallace. La gloria estaba lista para ser repartida.

Pero después de aquella primera reseña en común en una revista científica, Darwin se decidió a publicar ese libro en el que llevaba años trabajando y que no enviaba a la imprenta porque nunca lo consideraba completo. Las circunstancias – y la competencia por una idea- le resolvieron a no demorarlo más: mejor publicarlo incompleto que demasiado tarde. El Origen de las Especies supuso en su época una gran revolución, tanto científica como moral, y acaparó conversaciones, escándalos, juicios y prejuicios. Y también acaparó toda la fama, y el nombre de Wallace sencillamente se oscureció para siempre. 

Si el bueno de Alfred pudiera comentarnos hoy la jugada, seguro que compartiría con nosotros la lección aprendida: tan importante como la idea misma, es la anticipación. 

Las ideas no surgen de la nada. Como en el caso de Darwin y Wallace, nacen de la observación, de la curiosidad y de la sensibilidad. Es decir, personas sensibles que observen un mismo entorno con igual curiosidad es plausible que lleguen a conclusiones similares expresadas de forma parecida. Y con las ideas parejas sucede como con los gemelos idénticos, que el que nace después tiene algo de dejá vu. Solo hay una oportunidad de ser el primero, el segundo, como Wallace, aunque sea igual de brillante, siempre sale peor en la foto. 

Esto ocurre en los grandes tratados de Historia Natural, y de una forma más intrascendente en nuestros pequeños corrillos publicitarios. Hace poco nos sucedió en la agencia con una idea por la que un cliente no se había decidido a apostar. A nosotros nos parecía muy potente y, con su permiso, empezamos a hablar con otra marca para desarrollarla. No hubo tiempo. En el ínterin se publicó una idea que, sin ser igual, utilizaba un recurso parecido. Se nos quedó una cara de Alfred que ni te cuento. La buena acogida de la campaña de la competencia nos confirmó que la idea era tan buena como intuíamos, aunque eso escociera aún más. Bueno. Solo es publicidad. Sucede todos los días, a nosotros y a todos. Solo nos quedaba felicitar a la otra agencia, a la que además admiramos y queremos, por su brillante ejecución. Y para la próxima aplicarnos el aprendizaje de Wallace. Tan importante como tener la idea primero, es contarla al mundo primero. (El único antídoto posible ante esta máxima es la Solución Apple: sé el segundo, pero hazlo mejor).

El caso es que las barbas de Alfred eran tan blancas, tan pobladas y tan imponentes como las de Charles, pero nadie las conoce. Y es que hoy nadie sabe quién diablos es Wallace.