Ser creativo es sorprender. Resulta curioso, cuanto menos, comprobar echando un poco la vista atrás (sin ira) cuáles son las cosas que realmente le sorprenden a uno.
Deja de leer esto, al final de este párrafo. Te propongo que hagas el ejercicio. Piensa en las últimas tres, cuatro cosas que de verdad te han dejado pensando, te han llamado la atención, te han sorprendido. Con mayúsculas. No pequeñeces.
¿Ya has vuelto? No sé si te habrá pasado como a mí: me cuesta realmente rascar y recordar de verdad algo delante de lo que se me hayan agrandado las pupilas, al tiempo que se vaciaba la mente para recrearse sólo y únicamente en ese algo que te acaba de epatar.
Al final de estas líneas, te diré cuál ha sido la última. Déjame adelantarte que, puesto en contexto, probablemente sea una pequeñez.
Curiosamente, esto me sucede en un mundo en el que la tecnología nos rodea por doquier, donde los avances científicos se acumulan, donde los límites de la creación se traspasan (no siempre para mejor, pero esa es otra discusión), donde la acumulación de información disponible es una asíntota que tiende a infinito, y donde el desarrollo de contenidos visuales, sonoros o emocionales son tan grandes como el millón de monos tecleando un millón de años para escribir el Quijote.
¿O, quizá, precisamente, sea por todo ello? Probablemente, sí.
Es decir: en este universo ultradospuntocero, hiperdesarrollado, megacomunicado, sensualérrimo, muchas veces tengo la impresión de tener prácticamente agotada mi capacidad de sorpresa. Casi nada me llama la atención. Casi todo parece banal. Casi nada es especial. Casi todo es prescindible.
Y es que el signo de los tiempos nos ha llevado, referido a los estímulos que recibimos, a vivir en una permanente mascletá de sensaciones. Es tanto y tan alto el ruido, son tantos los cohetes y mechas que se disparan y prenden, que, aturdidos por el espectáculo, asistimos embobados a un brillante pero finalmente aburrido espectáculo de fuegos artificiales. Nunca mejor dicho.
El exceso de ruido ha matado nuestra capacidad de sorpresa. ¿O no?
Fotos rusas
Quizá ha llegado el momento de decirte ese último algo que me pasmó: ha sido una simpleza, pero me ha parecido brillante. De la mano del grandísimo José Ramón, y su 1y1y1, me llegó una colección de fotos rusas fechadas en torno a 1909. Lo extraño es que estas fotografías de personas, lugares y situaciones no eran los preconcebidos daguerrotipos sepia que yo esperaba, sino verdaderas fotos en color (no perdáis la ocasión de admirarlas en http://www.boston.com/bigpicture/2010/08/russia_in_color_a_century_ago.html). Y lo que me llamó profundamente la atención fue que, súbitamente, el constructo cerebral que nos hace sentir y percibir a personas y paisajes retratados en sepia como algo ajeno a nosotros, fuera de este mundo, lejanos, casi estatuarios…; ese constructo se disuelve y las cosas cobran vida para nosotros real con la simple magia de que fueron tomadas en color. Al mirar esas caras nuestro yo se conecta con el personaje retratado, con el paisaje fotografiado, y entra a formar parte de nuestra misma realidad.
Desconozco qué clase de recurso neuronal o psicológico hace posible que algo tan simple como el color afecte de forma tan brutal a la percepción íntima de lo que ven mis ojos. Y ahí quedó mi sorpresa: epatado en una simpleza tan nimia como el color en unas fotografías antiquísimas.
Entonces, todo aquél exceso de ruido sensorial del que te hablaba: ¿finalmente no ha conseguido matar mi capacidad de sorpresa? Parece que, afortunadamente, no. Sólo que mi impresión es que, ahora, me sorprendo y me recreo en cosas más simples, más pequeñas, más insignificantes.
¿Está pasando esto mismo en la publicidad? Sí.
No es que haya una crisis de los medios; ni que las redes sociales estén matando a la televisión; ni que los GRP’s se dispersen y se diluyan como azucarillos. No. Lo que nos está pasando es que asistimos a una mascletá de fuegos artificiales publicitarios permanente. Mucho ruido (y muchas veces, pocas nueces). Despliegues de campañas 360º, de spots surrealistas, de imágenes provocadoras, creatividades hipertrofiadas… que, finalmente, al consumidor, le parecen banales, prescindibles, superfluas.
Parar y templar
El exceso de ruido (y quizá no tanto en cantidad, sino en calidad), está yendo en contra de la capacidad para contar mensajes comerciales válidos. El consumidor no nos cree, porque no le sorprendemos. E, insisto, no es cuestión de sorprender echando más leña al fuego, ni más truchos a la cesta, sino, probablemente, parando y templando.
Así que, quizá tengamos que pensarnos de verdad qué cosas pueden causar la sorpresa de nuestra audiencia, de nuestros consumidores. De esta forma, buscando en los pequeños resortes de la curiosidad, de las emociones, de los sentimientos… hallemos respuestas más brillantes que en los grandes despliegues de artificios, complejas plataformas de marca, sesudos consumer insights, o intrincados planes de medios muy integrados.
Lo arriesgado, hoy en día, es simplificar. Lo simple, sorprende.
Y éste (y no otro) es el secreto del éxito de campañas como la de Old Spice, o la más reciente de Tippex, o el fenómeno de isasaweis: un señor en paños menores lanzando mensajes divertidos, un cazador de osos que no sabe si cazar o no cazar, o una chica corriente contándote sus trucos de belleza. Tan tonto, tan simple, que nos llama la atención.
He aquí el reto al que nos enfrentamos los que nos dedicamos todos los días a esto: ser capaces de encontrar esas maravillosas pequeñeces, que, como al coronel Aureliano Buendía, muchos años después nos puedan hacer recordar aquella tarde remota en que nuestro padre nos llevó a conocer el hielo.
Ricardo Sánchez Butragueño es director general de Butragueño & Bottlander