El síndrome de Stendhal es una enfermedad psicosomática cuyos síntomas son el aturdimiento general y descontrolado de una persona impresionada mentalmente ante la visión acumulada de belleza artística. Este fenómeno aunque viene siendo descrito clínicamente desde los años 80, debe su denominación al célebre escritor de “Rojo y negro”, cuando en el siglo XIX durante una visita a Florencia quedó deslumbrado por la belleza de la arquitectura, la pintura y la escultura de la ciudad. ¿Podrían sufrirse estos síntomas ante la contemplación de la publicidad realizada en nuestros días?

Aunque es una disciplina recién llegada, ya que arranca en pleno siglo XX, y que su lugar en la historia de la humanidad ante la arquitectura, la escultura, la pintura, la literatura, la danza, la música o incluso el cine es meramente testimonial, su atractivo ha ido creciendo con el paso de las décadas hasta convertirse en una materia digna de estudiarse en universidades o mostrada en museos. Y es que muchísimos artistas destacados han colaborado creativamente en la concepción de campañas publicitarias a todos los niveles, desde la misma creación de los conceptos a comunicar, hasta su realización gráfica o audiovisual: desde Tolouse Lautrec hasta Pedro Almodóvar, pasando por Rodchenko, Martin Scorsese, Man Ray, Jean Cocteau, David Lynch, Andy Warhol, Wong Kar Wai o Keith Haring…la lista es interminable y todos sus componentes son máximos exponentes del arte y la cultura con mayúsculas.

Sin embargo, parece obvio que a pesar del enorme potencial creativo que la tecnología está proporcionando de manera vertiginosa al sector en los últimos años, una mayor profesionalización basada en la aplicación de metodologías de carácter científico y un rápido aumento de los canales de comunicación, no parece que se obtengan nuevas respuestas creativas de calado ni que nuevos talentos estén alumbrando un período de esplendor como la llegada de este conjunto de nuevas herramientas parecía suponer, apenas está derivando en acabados formales quizás mucho más sofisticados aunque más fríos y también en la reducción de los plazos de producción y en un abaratamiento de costes generalizado. Pocos miembros destacados de esa enorme lista de artistas influyentes que mostraba enorme interés por asomarse al escaparate de la creación publicitaria colabora hoy en día, y los que lo hacen declaran abiertamente hacerlo por una motivación meramente económica.

La mediocridad se ha adueñado del panorama publicitario en general y lo que la llegada del nuevo siglo anunciaba como un decisivo acercamiento cada vez mayor entre el conjunto de artes antes mencionado y la publicidad en su valoración cultural, ha resultado un alejamiento definitivo y en consecuencia el ser relegada a un papel más residual, confinada finalmente a ser considerada una disciplina postindustrial, absolutamente comercial, resignada a su papel de vocero de mercado instalado, eso sí, en lujosas galerías camufladas con sugerentes denominaciones como redes sociales, plataformas de smartphones o banners richmedia.

Sin duda gran parte de esta evolución negativa viene determinada no sólo por una época irregular ausente de talentos creativos, sino además por la actitud de las empresas que infravaloran la importancia de una publicidad pionera, original y rompedora y que atemorizadas ante una crisis económica como la que se está desarrollando en los últimos años, comparten un pánico común en la experimentación de ideas y territorios creativos diferentes, decidiendo situar la publicidad en ámbitos de decisión absolutamente personales y despreciando el valor de la experiencia y la formación de los profesionales del sector, convirtiendo lo que debería ser una constante carrera en sorprender con visiones absolutamente distintas, innovadoras y enriquecedoras en repetitivas enumeraciones de aburridos mensajes de compra sin apenas relleno creativo.

Y es obvio que comparar a estos profesionales del panorama publicitario con escultores del renacimiento, con músicos impresionistas o con cineastas de la nouvelle vague es completamente absurdo, pero todos los que trabajamos en publicidad hemos admirado infinidad de veces campañas publicitarias de un impecable acabado técnico, ilustradores de campañas con una imaginación desbordante o conceptos publicitarios modernos, elegantes y de una inteligencia sorprendente. Puede que la profesión haya tocado fondo y tengamos que confiar en las nuevas generaciones que desprovistos de cualquier tipo de complejo cultural y siendo ya nativos digitales por nacimiento sean capaces de crear asombrosas narraciones con sus cámaras de teléfonos móviles, descubran originales formas de compartir contenidos a través de redes sociales o sean capaces de aunar potentes bandas sonoras e imágenes creadas artificialmente con nuevos programas de edición. Quizás estemos en puertas de una era hegemónica de creatividad tal que podamos acercar la publicidad definitivamente a las artes tradicionales y pueda así ocupar un lugar destacado en la escala de su valoración cultural. 

Jose G. Pertierra es director de arte de Clicknaranja