Un millón de personas han querido ver un spot de Campofrío antes de que éste se emitiera. No sólo lo han visto, lo que es casi un prodigio paranormal, sino que lo han querido ver. Que activamente han ido a buscarlo.

La idea de Cómicos podrá gustar más o menos. Podrá aducirse, con envidia o sin ella, que parece pensada para otra marca u otro país. Podrá uno preguntarse, con retranca o sin ella, qué hace una marca de fiambres entablando psicofonías con los muertos del cementerio. Pero lo indiscutible, lo luminoso, lo esperanzador, es el fenómeno.

Que un simple spot de embutidos aparezca en las portadas de los diarios digitales y en los informativos como un contenido cultural es algo casi nunca visto.

Un millón de tipos tomándose la molestia de ir a ver un mensaje comercial no es sólo habilidad en el manejo de las redes sociales. No lo reduzcamos a eso. Tiene que ver con la calidad del contenido, con el talento en interpretar y conectar con los gustos de la gente.

Ése es un éxito que la buena publicidad solía alcanzar y, por lo que podemos constatar, algo que no ha muerto.

Gila nos conecta con un lejano más allá: con el espíritu de aquel José Luis López Vázquez saliendo de la cabina para Retevisión.

Mucho ha llovido desde entonces. Lo suficiente como para que la publicidad en televisión haya perdido el respeto por sí misma y se haya convertido en un odioso magma de vulgaridad sin límites.

Hoy, la publicidad que se respeta a sí misma lo suficiente entra en los museos. No es de extrañar. Son piezas tan excepcionales que merecen ser conservadas y expuestas a la mirada atónita del fatigado espectador.

No me cabe duda de que Cómicos puede entrar en la colección del Reina Sofía en su próxima edición.

Le sobran razones para ser considerada un pieza de cultura pop.

Porque ha alcanzado el verdadero éxito: que la gente de la calle quiera escucharte porque le parece interesante lo que dices. *

Y lo ha conseguido contradiciendo esa tendencia que tienen las masas hacia la coprofagia. Enchufar la televisión es una profecía autocumplida: a la gente le gustará el detritus, así que démosle doble ración de su manjar favorito. Así están la televisión y sus contenidos: apestando.

Por ello, el fenómeno de este Campofrío es especialmente luminoso y esperanzador. Es una prueba de que cuando se trata a la audiencia con respeto, ésta te devuelve respeto. Como casi siempre en la vida.

Es una prueba también de la íntima relación, del concubinato, que la televisión puede vivir con las redes sociales, cuando ni se arroja la toalla ni se renuncia a resultar interesante.

Lienzos
Hace pocos días, David Droga decía en Madrid: “no le tememos a ningún lienzo”. Siendo lienzo cualquier medio en el que una marca puede expresarse: televisión, internet, valla o página.

Si uno pinta mal no le va a echar la culpa al lienzo. De la misma manera que si su pintura gusta a la gente, y ésta hace cola para verla, el mérito, evidentemente, tampoco es del lienzo.

Por tanto, la televisión no es mala ni buena, ni mejor ni peor lienzo.

No hay medio, o lienzo, ni malo ni bueno. De hecho, probablemente, no haya ya medios, sino un único medio hecho de todos los medios.

Un único, gigantesco, lienzo en blanco en el que sólo importa el talento que estampamos en él.

Y en el pudridero de la telebasura, el talento destaca como una orquídea en la ciénaga.

Campofrío decidió hace tiempo no resignarse. Comenzó con aquellos vegetarianos (huéspedes ya del Reina Sofía) y hoy regresa con estos cómicos.

Le debemos gratitud a una marca que nos demuestra que la crisis es sólo la coartada perfecta de los mediocres.

Gratitud por probarnos que existe el Más Allá.

* Es la muy contemporánea estrategia de la frambuesa, en palabras del maestro Daniel Solana (aconsejo, una vez más, leer ‘Postpublicidad’, de ese autor).

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Carlos Holemans es presidente de El Laboratorio