Como ustedes comprenderán, está mucho más allá del scope de esta columna el juzgar si Lance Armstrong subía el Tourmalet a base de agua de Solares o, quizás, paraba en las curvas para tomarse a escondidas unas bolsas de peta-zetas que le impulsaban hasta la victoria final.

Sin embargo, creo que sí podemos juzgar el asunto Lance Armstrong desde un punto de vista marketinístico. Ahora que ya se han caído todos los patrocinadores, el final del asunto tiene muy mala pinta. Nos encanta hacer leña del árbol caído. Sin ir más lejos, ayer escuché en la radio en una tertulia que analizaba el caso: “es que hasta el año pasado seguían vendiendo las dichosas pulseritas en el Tour”. ¿Y? ¿Está mal? ¿Vender más de 85 millones de pulseritas y recaudar más de 100 millones de dólares para ayudar a las personas que padecen cáncer está mal porque la idea está ligada a un ciclista que hemos sabido, a toro pasado, que se dopaba? Conviene separar una cosa de la otra.


Y también conviene separar el rol de los patrocinadores. Estoy seguro de que no han tenido nada que ver en el asunto del dopaje, de la misma manera de que estoy seguro de que Flex no pagó el famoso solomillo para luego poder hacer una campaña con Contador. Simplemente, apoyaron al sol que más brillaba ciclísticamente en ese momento. Un corredor, además, con una trayectoria épica y, hasta que hemos acabado como hemos acabado, ejemplarizante.


Eso sí, creo que tenían que haber retirado sus patrocinios antes. En cuanto Landis empezó a hablar. Si un socio te engaña de esta manera, lo lógico es cortar por lo sano y tratar de atajar el daño que se pueda producir cuanto antes.


Claro que, a día de hoy, cuando ya se ha destapado todo el escándalo, @lancearmstrong tiene 3.788.044 seguidores en Twitter. Todos reaccionamos lentamente cuando se trata de nuestros ídolos.


Dicho esto, si se presenta bien el case study y nos aislamos de las cuestiones morales, la trayectoria publicitaria de Lance merece un EFI (nota mental: tengo que preguntar si los leones obtenidos con la campañas del ciclista texano también hay que devolverlos).


Porque, todo bien con Baumgartner, que nos tuvo liados con Red Bull durante dos tardes enteritas entre que había tramontana o no, se tiraba o no se tiraba. Pero es un trainee al lado del auténtico rey del branded content, del PR, del 360º, de la monetización y de la eficacia fue el Sr. Armstrong.


Nadie como él arrimó el agua a su molino. Nadie. Cada julio que arrasaba en el Tour, cada vez que salía en la tele, nos acordábamos y nos inspirábamos en su historia. Nos comprábamos la pulserita. O no. Pero nos hacía pensar en el cáncer. Algo que se nos va de la cabeza con demasiada facilidad.


Y el retorno. No nos olvidemos del retorno. Cuando Armstrong decide volver a correr el Tour a los 38 años después de 3 años parado, no solo lo hace para ganar (que también), sino como inicio de otro campañón de Livestrong para volver a sacar a la luz los objetivos de la marca. Solo por ese movimiento se merece todos los EFIs del mundo. Y si, además, acabas construyendo una genialidad como el Chalkbot…

Quedadas

Lo que nos lleva al debate de si todo vale para conseguir los resultados. Los deportivos está claro que no. Pero, ¿y los de marketing? ¿Cómo se han sentido las personas que compraron la pulsera? ¿Se van a producir quedadas para quemarlas como se habló en Twitter? ¿Sentimos que hemos apoyado una buena causa aunque hayamos confiado en el hombre equivocado?


No todo vale. Si Armstrong hubiera quedado el 24º en el Tour sin doparse, su historia tendría el mismo valor. Y llámenme ingenuo, pero quiero creer que las marcas hubieran visto la misma oportunidad que vieron cuando ganaba.

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