La Academia de la Publicidad (de cuyo consejo formo parte y lo digo al principio para no engañar a nadie) se ha propuesto que un publicitario o publicitaria llegue a sentarse algún día en uno de los sillones de la Real Academia de la Lengua Española. Hay a quien le puede parecer chusco que una actividad que crea expresiones poco agraciadas, nos atiborra de anglicismos y comete errores gramaticales y ortográficos con cierta regularidad, tenga cabida en la RAE. Sin embargo, el argumento correcto es justamente el contrario.

La publicidad es uno de los más potentes vehículos de difusión de la lengua, como prueba que todos guardemos docenas de eslóganes en nuestro cerebro, desde aquellos con que nos machacaba la radio en nuestra infancia a los de novísimo cuño. Una novela, un ensayo, incluso una noticia difundida por el canal de televisión con más audiencia, distan una enormidad de una campaña multimedia normalita en cuanto a individuos y número de veces por individuo a los que alcanza (GRPs, diría uno de medios).

Y, justamente, el hecho de que cada individuo la vea, lea o escuche más de una vez, hace de una pieza publicitaria un vial lingüístico de gran importancia. Por esa fuerza intrínseca, un eslogan publicitario puede modi­ficar el significado de una palabra (“¿Cueces o enriqueces?”) o poner de moda una ­figura retórica en sólo seis palabras (Un poco de Magno es mucho). La publicidad juega con las palabras, las retuerce, las concentra, las coloca en situaciones inesperadas. Los redactores publicitarios han tenido épocas mejores y peores, pero no ha pasado un año sin que hayan producido una píldora idiomática que se ha introducido en nuestra cabeza.

Y es que la palabra y la imagen, solas o en combinación, siguen siendo la materia prima principal del mensaje publicitario, ya sea en un cartel o en una página web. El hecho de que un publicitario o publicitaria se sentara en la casa del castellano (lo mismo podemos decir de las academias de otras lenguas españolas), tendría un doble efecto. Por un lado, aportaría la forma de entender la lengua de esta profesión. Por otro, sería una inyección de orgullo para los profesionales que, estoy seguro, les haría aún más conscientes de su responsabilidad en esta materia. Y eso no quiere decir que ahora no exista.

He conocido creativos capaces de discutir una mañana entera sobre una puntuación, o de mandar a paseo a un cliente que intentaba cambiarle una palabra adecuada por otra que no lo era. Pero también he leído textos que me han sonrojado. En fin, que me parece una iniciativa excelente. Qué voy a decir yo.

David Torrejón es director editorial de Publicaciones Profesionales