En los últimos meses he mantenido una sana controversia con uno de nuestros más queridos clientes acerca del valor que una agencia debe proporcionar al cliente, y cuál es el modelo de trabajo ideal en estos momentos de transformación y cambio. Bien sea dicho que la discusión (en el buen sentido de la palabra), tiene su origen en la función de la agencia como intermediario de proveedores, y el peso de esta parte del servicio en el global de la relación

El quid de la cuestión, en última instancia, era el debate sobre si los proveedores con los que habitualmente trabaja una agencia para un cliente deben ser o no propiedad del cliente o de la agencia. O dicho de modo más práctico, si el cliente puede contratar y utilizar directamente a éste o aquél proveedor al margen de la agencia. Ya sea una imprenta, un ilustrador, una productora de video o un programador online.


Personalmente, yo he crecido y me formé en un modelo de trabajo en el que esta posibilidad era prácticamente impensable: casi un sacrilegio, una violación de la sacrosanta intimidad de la agencia. ¿Decirle al cliente nuestro proveedor? ¡Jamás! Antes perder el cliente, chaval... Es por ello que, cuando en una primera instancia se me planteó esta disyuntiva, me crujieron todas mis estructuras mentales, bien asentadas durante más de quince años de desempeño de la profesión. Y, cuando, en un momento dado, constaté por la vía de los hechos que tal idea se había llevado a efecto, mi consecuente cabreo, y posterior sentimiento de decepción, fueron considerables.


Aun así, como soy persona polemista, y amante de cuestionar los dogmas preestablecidos, y el cliente en cuestión es de una honestidad impagable, pregunté por las razones que le llevaban al convencimiento de que este nuevo modelo es el correcto. Básicamente, el argumento es que las agencias debemos centrarnos en la esencia de nuestro valor, que no es otro sino el de las ideas. Y que el afán por ocultar o preservar esa cartera de proveedores no es sino muestra de un miedo atávico a lo desconocido, o una inseguridad en nuestras propias capacidades. Touché.


Me devané los sesos, porque el argumento es demoledor. Porque la lógica del modelo era incuestionable. Y porque tocaba la fibra más sensible de nuestro ego creativo: nuestra capacidad para crear ideas.


Pero algo fallaba: mi inconsciente luchaba contra esta nueva racionalidad. Y así pasé días de angustia y congoja hasta que di con la clave. Que, como casi siempre, estaba delante de los ojos. En nuestro propio nombre: la agencia.
La etimología nunca falla (y el latín, menos aún): agencia, del latino agens (el que hace). Porque nosotros no sólo pensamos y creamos; también, por supuesto, hacemos. Porque una idea que no se hace, no es idea. Porque estoy harto de ver ideas geniales que no son viables, que no se pueden ejecutar.


Mixtura


Y es esta exquisita mixtura de crear y hacer, lo que en realidad aporta una agencia como valor a sus clientes, y a las marcas para las que trabaja. Y sólo sabiendo qué tipo de cosas se pueden hacer, podemos ser capaces de plantear las mejores ideas: aquéllas que se pueden hacer realidad. Y por eso, tiene tanto valor para nosotros, las agencias, ese enorme caudal de conocimiento que son nuestros proveedores, nuestros colaboradores. Y, por eso, probablemente, nuestro miedo atávico a correr el tupido velo con el que pensamos que les protegemos, y nos protegemos.


Crear y hacer. ¿Queda, con esto, cerrado el debate del modelo de trabajo? No lo sé. Sólo sé que, estando seguros del valor que aportamos, podremos llegar a un acuerdo sobre el modelo, y, tan importante como el mismo, el precio que le ponemos.
Porque, como dijo Ramón y Cajal, “las ideas no duran mucho. Hay que hacer algo con ellas.”


Ricardo Sánchez Butragueño es director general de Butragueño & Botllander