Hoy en día, cuando no estamos hablando de virus, hablamos de algoritmos. Google, Facebook, Uber o AirBnB han transformado industrias enteras y han modificado de forma notable nuestra manera de relacionarnos entre nosotros y con nuestro entorno.

Pero ¿hasta qué punto son un nuevo tipo de marca? O para ser más exactos, ¿los pure players digitales han transformado el branding de la misma manera que han transformado los modelos de negocio tradicionales?

Personalmente creo que sí. Las empresas digitales empezaron usando los medios convencionales (ese sampling masivo de America Online en los 90), pasaron a crear una lógica de medios propia (la famosa compra programática) y hoy están sentando las bases para una nueva manera de generar engagement con sus usuarios, algo que a falta de un mejor nombre llamamos microexperiencias.

Del café para todos al grano personalizado

La manera convencional de crear una marca poderosa durante muchos años fue seguir el modelo Coca-Cola, una gran marca icónica, basada en una unique selling proposition, un insight universal y cantidades masivas de inversión en medios también masivos. Años después, Red Bull retó este modelo a través de contenidos de marca segmentados. Lo importante, decían, era comunicar de manera distinta a diversos tipos de audiencia.
Pero entonces, Steve Jobs hizo Apple multibillonaria renegando de las campañas y los contenidos. Lo importante, decía, era crear una experiencia superior a través de los productos y los servicios.

Y en este contexto aparece una marca como Netflix, un auténtico camaleón, que rompe la idea monolítica de la experiencia de Apple y la desgrana en infinidad de contenidos, adaptados, no sólo a cada usuario, sino a cada comportamiento de ese usuario.

Así Netflix (como Amazon, como casi cualquier digital) va a sugerirte un determinado contenido en función de tus interacciones previas, pero ellos van más allá. La manera como Netflix te presenta un determinado contenido muta en función de tus intereses previos; si eres amante de la comedia te presenta "Good Will Hunting" a través de Robin Williams, si eres amante del drama, a través de Ben Affleck, si eres mujer es fácil que veas una escena romántica de la película, pero si a ti te van los documentales quizá te enseñe una panorámica del MIT, la universidad donde se ambienta el filme.

Se acabó el póster oficial que da a conocer una película a todos los públicos y la posiciona igual para todos. Ahora cada uno tiene su propio poster, a medida de sus intereses. 

Sin datos no hay experiencias

Netflix puede llegar a esos extremos porque su moneda de cambio no son las series o películas, son los datos. A menudo nos pensamos que “datos” es nuestro nombre y email, pero para una marca digital, datos es el cruce en tiempo real de su inventario, los comportamientos de todo aquél que interacciona con ese inventario y el contexto en el que lo hace. De ahí las cookies, los trackers y los registros: cuando más en detalle sé de ti, me adapto a ti con mayor precisión.

Las microexperiencias son posibles porque toda esa analítica se cruza de manera automatizada. Si Netflix tuviera que crear posters a mano, necesitaría un ejército de diseñadores trabajando a doble turno. En cambio, el gigante californiano programa y ajusta sus algoritmos para que sean ellos los que tomen las decisiones. El director de arte de Netflix es una colección de unos y ceros.

Eso no significa que Netflix no tenga un logo, un sistema visual o varias agencias de comunicación. La diferencia es que ninguna de estas cosas forma parte de la experiencia de marca, como veremos a continuación, apenas logran trabajar para identificar qué marca tienes delante.

El lado oscuro: la monocultura digital

"La Casa de Papel" es una producción original de Atresmedia, cuya difusión adquirió Netflix meses después de su estreno en televisión abierta. Un romántico diría que responde a la voluntad de personalizar la oferta y adaptarla a gustos locales, aunque un cínico recordaría que Netflix pactó con la UE una cuota del 30% de producto europeo. Sea una cosa, la otra o las dos,"La Casa de Papel" es hoy un fenómeno mundial, la serie de habla no inglesa más vista de la plataforma (y seguramente del mundo).

Esa es la paradoja de los algoritmos, lo que nace para ofrecer microexperiencias granulares hiperpersonalizadas puede escalar exponencialmente y convertirse en un café para todos más aplastante que Coca-Cola. Si algo funciona, el algoritmo lo replica. Si vuelve a funcionar, lo replica más. Las marcas construidas a partir de datos se retroalimentan de forma automática hasta imponer su ley. Sólo basta con fijarse en el diseño de las apps más populares: ¿alguien esconde el menú en una “hamburguesa” lateral? Todas las apps lo hacen también. ¿Alguien mueve el menú a la parte inferior? Todas la siguen. La optimización de datos termina haciendo más cómoda la experiencia: monocultura.

La cosa empieza a ser dramática, un reciente estudio de Nielsen Norman Group detectó que cada vez más usuarios se aburren con los contenidos de sus redes sociales, en buena medida porque sus mecanismos de optimización provocan duplicidades y reducen la variabilidad de contenidos.

¿Es posible construir marcas así?

Las marcas digitales pueden parecer antimarcas, pero lo que les pasa es que a menudo están hiperoptimizadas. Eliminar la fricción puede ser genial como herramienta de conversión, pero sin duda no lo es para marcar un perfil distinto y reconocible.

Algunas marcas están empezando a aplicar lo del ‘adaptarse o morir’. Domino’s Pizza, por ejemplo, ofrece 14 maneras distintas de pedir pizza, y la decimoquinta  es una aplicación que la pide de forma automatizada al abrirse.

Para el resto de mortales, marcas como Dove, Slack, Wendy’s o Skitties buscan la identificación a través de un tono de voz distintivo. En una era donde la voz está sustituyendo cada vez más al texto, la manera como nos hablan las marcas puede llegar a ser más importante que su logo.
Pero por encima de todas esas opciones, lo que parece cada vez más claro es que el mundo del branding, al igual que los demás, va a polarizarse. En un extremo, marcas 100% funcionales, optimizadas y prácticas (un Google, por ejemplo). En el otro, marcas de alto engagement, diferentes, sorprendentes y estratégicamente desoptimizadas. Las que se queden en medio pueden ser las primeras víctimas de la digitalización del branding que se avecina.