Esto del brexit me ha hecho recordar una anécdota que me contó mi hermano hace unos años. Mi hermano es gestor de patrimonios en un gran banco, y en los meses previos a la entrada en vigor del euro le tocó informar a sus inversores de diferentes mercados de cómo podía afectar a sus intereses. Entre ellos, a los inversores del Reino Unido, que se había autoexcluido de la moneda única. 

- Hoy -decía en 1999 mi hermano-, la bolsa más importante es la de Nueva York, seguida por Tokio y Londres en tercer lugar. Pero a partir del próximo año, el euro pasará a ser la segunda divisa de referencia, y el valor acumulado de sus bolsas relegará a la bolsa en yenes al tercer puesto y a la bolsa en libras al cuarto. En otras palabras, el mercado de valores británico perderá relevancia en la economía mundial, con todo lo que eso supone…

Mi hermano acabó su exposición, y mientras recogía para irse se le acercó uno de aquellos inversores, un amable viejito inglés, con cabellos plateados y pinta de lord, que se dirigió a él tan flemático como preocupado:

- Joven, todo esto que usted dice, la verdad es que parece que tiene sentido, pero tiene que entender que nosotros tenemos un problema. Verá – prosiguió el gentleman-, cuando yo era niño, mi padre me llevó hasta el Canal de la Mancha, allí me hizo descalzarme y juntos nos metimos en el agua hasta las rodillas. Después, mirando hacia el mar, se dirigió a mi muy serio y me previno: Hijo, que no se te olvide nunca, de aquí para allá, es el enemigo.

Teniendo cuenta la edad del abuelito inglés, esto debió suceder en el periodo de entreguerras, mucho antes de los tiempos de redes sociales. Entonces, al menos, la manera de transmitir odio y desconfianza era mucho más elaborada: había que adentrarse en las frías aguas del Atlántico, tener autoridad paterna y sonar trascendente. Ahora, ese mismo mensaje -de aquí para allá, es el enemigo-, se transmite con celeridad y banalidad a través de Twitter o Facebook. 

Todo narrador sabe que, para mantener el interés de una historia, al protagonista hay que proporcionarle un adversario temible a quien achacar los males y al que vencer. Y si a ese adversario se le presenta como un monstruo, cualquier acción contra él será justificada por la audiencia. Hoy, a nuestro alrededor, estamos asistiendo a una preocupante proliferación de relatos siguiendo estas reglas clásicas, en las que los narradores inventan monstruos y escogen para sí y los suyos el papel de salvadores. Si no piensas como yo, si no eres de los míos, de aquí para allá, es – eres- el enemigo. Y no son historias de ficción bajo la cubierta de una novela, sino que se escriben en posts, en discursos electorales y en las páginas de la Historia. El brexit, los nacionalistas del Ukip o Trump nos pillan de refilón y nos afectan solo indirectamente, pero en nuestra propia casa, a diestra y siniestra y siniestrísima, tenemos ejemplos de sobra para preocuparnos. 

Como enamorado de la comunicación, me encantan las historias bien construidas, y creo que a veces los personajes más interesantes del relato son los adversarios. Pero en la vida real pienso que hay demasiados autores inventando monstruos en su propio beneficio, y demasiado público jaleándoles y convirtiendo el relato en colectivo.  Sé que va contra las normas canónicas, y que una historia en la que los adversarios negocian y se respetan es más aburrida que otra con enemigos que hay que destruir… Pero es que, a estas alturas, estoy deseando aburrirme un poco.