Durante mucho tiempo fueron felices.

Tenían gustos diferentes y sus opiniones no coincidían en muchos temas. Votaban a partidos políticos distintos y eran seguidores de equipos de fútbol rivales. Pero nada de eso era un problema serio. Si en algún momento discutían (no era infrecuente) lo hacían de forma civilizada y siempre respetando las ideas del otro.

En lógica consecuencia, sus hijos crecieron en un ambiente de libertad y razonable comprensión. No eran un matrimonio perfecto (probablemente, ninguno lo es) y, pese a ello, llegaban a parecerlo sin necesidad de disimular.

Fue con el paso de los años, cuando sus ideas empezaron a radicalizarse. Poco a poco, casi sin ser conscientes de que les estaba sucediendo. Tanto llegó a ser así que, sin darse cuenta, los amigos de uno dejaron de ser amigos del otro. Y viceversa. Curiosamente, los dos círculos de amistades eran cada vez más homogéneos en su composición interna... y más alejados entre ambos.

Las otrora moderadas discusiones se tornaron incómodos silencios, rebosantes siempre de una violencia que tenía rasgos de odio. Uno y otro empezaban a estar convencidos de que eran el único portador de la verdad, pero no de una verdad cualquiera, no: de la verdad absoluta.

Ya no hubo vuelta atrás. La separación de la pareja era un hecho consumado. Nada tenían en común. Ni siquiera las buenas maneras. Y, mucho menos, buen humor (en eso no divergían, pues los dos hacían gala de un notable mal carácter).

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La marca XHX estaba empezando a destacar de su competencia. Desde su lanzamiento, sus sucesivos equipos de marketing habían luchado, no sin esfuerzo, por construirla. Por dotarla de un carácter aspiracional que llegaba más allá de sus características objetivas. El mercado y, muy en particular, los consumidores, tenían una valiosa opinión de aquellos productos a los que amparaba bajo su imagen.

El camino estaba trazado. Pero, claro, debía seguir creciendo. Eso era imperativo. ¿Cómo lograrlo? No era fácil porque los competidores eran duros y sabían hacer su trabajo. Y, sobre todo, la maldita distribución les estaba apretando por todas partes. Las grandes superficies (que ya controlaban la mayor parte de las ventas de XHX) imponían sus normas, sus precios, sus condiciones de pago...

Y, ahora, por si la tiranía de la distribución física no fuera suficiente, venían esos nuevos monstruos digitales. Unos americanos, otros chinos... todos cada vez más exigentes, y sin la menor compasión por las marcas ajenas.

Fue entonces cuando el nuevo equipo de marketing propuso el cambio de paradigma: nada de medios de gran cobertura, nada de gastar recursos en llegar a consumidores de otras marcas, de otras categorías. Había que segmentar audiencias. Pero no segmentar un poco, no. Era imprescindible segmentar a tope. Hipersegmentar. ¿Para qué desperdiciar impactos en audiencias de poca o nula relación habitual con nuestra marca? Se concentrarían en los que estos juveniles miembros del equipo de marketing habían definido como 'XHX lovers': solo estos interesaban.

El CEO de XHX no estaba convencido del todo, pero, bastante perdido ante la avalancha de nuevas tecnologías y con profundo desconocimiento del mundo del marketing (era un financiero, claro), cedió y entregó su marca a la programática, a las redes sociales y a los influencers.

Durante unos trimestres las ventas se mantuvieron a un ritmo razonable.

Poco después, a medida que fueron desapareciendo de las estanterías de las grandes superficies y de las primeras ofertas de la distribución online, fueron declinando. Hubo que bajar los precios. Más adelante, fue necesario encadenar una promoción de ventas con otra....

Los jóvenes del equipo de marketing ya no estaban en la compañía, habían emprendido un camino profesional diferente, en el que podían conciliar mejor y teletrabajar más.

No hubo vuelta atrás para XHX. La separación de los compradores era un hecho consumado. Nada tenían en común con la marca. Ni siquiera la encontraban en el punto de venta.

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Hasta que el algoritmo nos separe.