El otro día tuve un sueño. Vivía en un mundo donde la nueva longevidad se había convertido en una realidad, el concepto de hacerse mayor había sido transformado por completo. Vivir más años ya no significaba una merma inevitable en la calidad de vida, sino todo lo contrario (hasta llegados los ochenta o más). Era una nueva forma de cumplir años, donde las personas no solo vivían más tiempo, sino que también vivían mejor y estaban más alegres (hay un repunte de la felicidad después de los sesenta y pico).

La democratización de ciertos servicios había sido clave en este cambio. Hace cuarenta años, volar en aviones era un privilegio reservado para unos pocos afortunados. Sin embargo, con el paso del tiempo, el acceso a los aviones se había vuelto más accesible para todos. “Cualquiera” iba a Roma (por decir un sitio) a pasar un fin de semana. Aquellos que antes solo podían soñar con tocar las nubes, ahora podían hacerlo sin grandes dificultades porque, además, se preocupaban menos por ahorrar.

Pero no solo eso, el acceso digital a la cultura había permitido que la información y el entretenimiento estuvieran al alcance de todos. 

Por lo que en los 90 costaba alquilar un VHS, uno tenían ahora Amazon Prime, Netflix y/o Filmin todo un mes.

La tecnología había derribado las barreras y las limitaciones que antes existían, permitiendo que las personas de todas las edades disfrutaran de la música, el cine, la literatura y todo lo que la cultura tenía para ofrecer.

En este nuevo escenario, los 50 eran los nuevos 35 años. La experiencia y la sabiduría acumulada a lo largo de los años se entremezclaban con la vitalidad y la energía propias de la juventud. Las personas de esa edad disfrutaban del sexo, de la vida compartida y de la socialización activa, sin importarles los estereotipos que la sociedad les había impuesto.

Y los sesenta eran los nuevos cuarenta y cinco. Aquellos que habían vivido la movida madrileña y habían luchado por la libertad o disfrutado de la misma, seguían reivindicando su derecho a vivir plenamente. No querían limitarse a empujar columpios de niños, aunque de vez en cuando lo hicieran con alegría y amor. Eran nuevos abuelos, abuelos que seguían rockeando en conciertos y disfrutando de la vida sin restricciones.

La independencia de los hijos y los nietos era algo diferente a la de hace una década. Los nuevos abuelos no se sentían relegados a un plano (abuelo esclavizado) funcional, sino que seguían siendo parte activa de la familia que respetaba su envejecimiento activo y no abusaba de la confianza en la crianza de la prole. Estaban ahí para compartir experiencias, brindar consejos y, sobre todo, para disfrutar de la compañía de sus seres queridos.

En este nuevo mundo de longevidad y vitalidad, las personas habían descubierto el verdadero significado de envejecer. Ya no se trataba de una etapa de declive y limitaciones, sino de una fase llena de oportunidades y disfrute compartido. Las barreras se habían derribado, y cada día era una oportunidad para vivir intensamente, sin importar la edad.

Y luego me desperté y vi la realidad: una sociedad absurda en la que sigue habiendo discriminación laboral para los mayores de 45 años (¡¡somos viejos media vida!!), hay estereotipos negativos (eres rancio por sistema cumplida una edad, tienes que demostrar que tienes capacidad para la creatividad y la innovación, ¡durante media vida; hay una infravaloración de las habilidades y capacidades de las personas mayores de ¡cuarenta y pico!).

 

Viejo para joven y joven para viejo, los de cincuenta y sesenta están en tierra de nadie y socializan mucho con semejantes y afines porque hay un ridículo edadismo en la sociedad, que no es en absoluto intergeneracional.